sábado, 19 de septiembre de 2009

Los castillos malditos

Los castillos malditos

Hasta ese momento no sabía lo que era llorar por dentro. Los fulgores y centellas espiraladas de los malditos castillos resplandecían su rostro y el mío, compungido. ¿Qué nos pasó esa noche, Tatis? Hasta hoy no lo entiendo y creo que nunca lo haré, pues inclusive la comprensión tiene un límite. Mordiéndome los labios contenía la frase de reconciliación y martirizaba en hiel mis ansias y desesperados palpitados. Buscaba tus ojos en la gélida penumbra, pero estabas tan hipnotizada…


Los torreones incandescentes nos rodeaban, cegaban, distanciaban, burlaban. No recuerdo como fingí el dolor de tu cercana lejanía, a dos pasos de tu cuerpo que parecían mil avatares al Ishtar.


¿Realmente me deseabas? Yo a ti con toda mi alma.


El lecho aguardaba y la ocasión se presentaba fugaz cual garúa de verano. Como albos corderos camino al altar debimos sacrificarnos a nuestra latente pasión. Como sierpes batalladoras entregarnos al juego de la seducción bajo aquellas sábanas como único firmamento. Recorrer tu ser con los labios y las yemas de mis dedos, sentir la fragancia de tu espíritu y aspirarla hasta la muerte; devorarte en besos y estrangularte en caricias contenidas por tanto tiempo. Desmenuzarte en abrazos y aventurarme en tus montes y parábolas, ensimismado, abstraído, magnetizado a tu vientre torneado. Bufar yo, suspirar hondamente tú.


La tentación por envolverme en tu piel y desgarrar mis deseos sobre tus pequeños senos, tiernos como duraznos almibarados en sueños de un cielo que nunca presencié.


Sé que no eras virgen, pero eras virgen de mí.


Un abrazo hubiera resultado esquivo, como tu corazón. Las palabras desfallecían a la cadencia de los momentos desperdiciados. Un hombre y una mujer solitarios se conocen y se despiden el mismo día. Contaba estrellas y las maldecía por tintinear en esa trágica noche; en la cama, tus ojos también tintineaban... Quizá una palabra tierna, una tímida caricia o un furtivo beso arrancado hubieran escoltado nuestra ardiente aventura vespertina. Pero mírame con desconcierto, Tatis. Humilla mi deshonra masculina. Esa indolencia me fulmina sin compasión, la desazón de los sentimientos derrotados. Finalmente ahogue mi orgullo y mi propuesta en un vino acido y corrupto, hastiado de la indiferencia de la ninfa del río.


¿Es posible morir de sufrimiento con la cura en los vértices de los labios?